Articulo publicado por Raul Del Pozo en el diario "El Mundo" el 30 de Agosto de 2001, con motivo de la muerte de su gran amigo Paco Rabal.
Cuando los mozos se iban a la División Azul, unos voluntarios y otros a la fuerza, Paco Rabal se fue voluntario al cine. Debutó como actor, siendo electricista, en La rueda de la vida de Ardavín. Lo descubrieron entre Dámaso Alonso, Tamayo y Rafael Gil. Su voz que era de trueno en Los clarines del miedo, tunante en La pícara molinera, dramática en El canto del gallo ahora se ha extinguido; su risa susurrante en El eclipse, golfa en Truhanes o en Juncal ahora es el llanto de todos los que le quisimos.
Ha hecho mutis y se ha ido a ese misterioso reino donde según Bryant cada uno ocupará su cámara en los silenciosos corredores. Pero él no se ha ido como un esclavo a las canteras; se enfrentaba a la tumba desde que nació; como los grandes caballeros, los guerrilleros, los príncipes, los pícaros y los matadores que encarnó, siempre puso la vida en el tablero, en la barra y en el escenario. Como El Che, como Colón, como Edipo, no sabía lo que era el miedo. Como Don Juan, estaba ya presenciando su entierro porque la muerte le asediaba por la próstata y la garganta, el punto débil de los Rabal. Vino la muerte a llamarle en el avión que lo traía de Canadá donde le habían dado un premio. Murió en el aire, como del rayo, sin poder fumar un cigarrillo de despedida, cuando la tierra no sentía su peso, donde la tristeza es azul.
Cuenta Plutarco que cuando abandonaron a Pompeyo con la cabeza cortada, un romano ya de edad, que había acompañado al guerrero en las campañas, le dijo al liberto que lavaba el cadáver y hacía después la hoguera: «Déjame el consuelo de tocar con mis manos al mayor capitán que ha tenido Roma». Me gustaría decir algo así cuando me pongo a escribir esta tarde turbia. Pero la muerte es sucia y fea, te bloquea, te arranca sollozos. A pesar de la angustia que siento, el último homenaje a mi mejor amigo es blasfemar, encender un cigarro, el veneno que le ha matado, y decir que si Plutarco llamaba a Pompeyo El Grande, yo digo que Paco Rabal era El Grande, el mejor capitán de la noche y del teatro, el más avezado de nuestros actores, el más vital, más alegre y más noble hombre que jamás he encontrado. Lo decía ayer Pepe Sacristán: «Era una de las personas más generosas con las que me he tropezado en mi vida, siempre tenía en cuenta a los demás. A sus años era admirable la vitalidad que tenía para sacarle jugo a la vida».
Su muerte es el diagnóstico de la mía porque con él compartí todos los tóxicos y todos los deleites. La muerte se lo ha llevado a los 75 años y se ha llevado tanta risa, tanta emoción, tanto talento y tanta amistad que se me atropellan los recuerdos. Era español profundo, pero carecía de la hiel del español, nunca llevaba una piedra en la mano. De él se puede decir como Cernuda dijo del poeta: «La sal de nuestro mundo eras, vivo estabas como un rayo de sol». Le veo conmigo en la avioneta que nos lleva a Cortina D'Ampezzo, le veo como si fuera ahora mismo subir en el ascensor donde limpiaba los zapatos, en el Hotel Joly de Roma, «donde marcas el dos y te la chupan». Le recuerdo en Barajas batiéndonos con una espada de Toledo que habíamos robado de la tienda de los souvenirs. Le recordaré siempre vivo, sin transición entre la farsa y la vida.
La primera vez que vi a Paco Rabal fue a las seis de la mañana en las escaleras de Kit-Kat, un cabaret de las Ramblas de Barcelona. Le pedí un autógrafo y él sacó una cajetilla de Rumbo y me pidió que yo se lo firmara a él. La última vez que le vi fue en la presentación de mi Ciudad levítica, en la que leyó párrafos de mi libro. Siempre me enviaba tarjetas, pero esta vez el destino tenía sus planes. La última vez que oí su voz, que era la voz de Segismundo, fue para decirme que en el diario ABC había recomendado mi novela.
Desde la madrugada del Kit-Kat y hasta esta tarde de viento Levante han pasado 40 años de una amistad ininterrumpida cercana al amor. He sido, a la manera que cuenta Alberti con Garcilaso, el escudero de este coralero de la vida con empaque de Pepe el Pantera, hijo de mineros, hermano de tanquistas, comunista hasta la muerte. Como dice el personaje de El hombre que perdió su sombra, Paco podía resumir así su vida: «El comunismo no ha muerto; lo que ocurre es que no ha empezado». Sabía como nadie estremecer las venas de lirio, bebía y trasnochaba en las calles que le dedicaron los ayuntamientos.
En la época que le tocó vivir, los galanes ya no acuchillaban a alguaciles, pero se burló de todo y a deshora. Desde que vendía caramelos a los moros en la posguerra mientras su padre trabajaba de cantero en el Valle de los Caídos hasta ayer que se ahogó como Goya en Burdeos, le he admirado como a pocos. Me estremeció en La muerte de un viajante. Interpretó esplendorosamente a Edipo y La vida es sueño. Las damas iban a ver las piernas del príncipe Segismundo. Nació en un cabezo de la Cuesta del Gos, zona minera, cerca de Aguilas. Cuando lo encontré hace un par de meses en el Teatro Albéniz dije que él solo era una función y que su vida era una cinta de acción y de risa. Escribí entonces que ha sido para nosotros incontables seres humanos: Cristóbal Colón, El Che, Francisco de Goya, el Marqués de Bradomín, Don Juan.
El solo es un compedio y resumen del teatro y el cine español de medio siglo, desde que era el chispas de los Estudios Chamartín, hasta que llegó a ser el actor favorito de su tío Buñuel.
Lo recuerdo como si fuera hoy mismo en el Teatro Albéniz con una camisa roja, chaqueta oscura; sin más atrezzo que una mesa, dos rosas, dos sillas y junto a Asunción Balaguer, su esposa muy amada y gran dama del teatro español, que lo mismo era capaz de darle escabeche a las cinco de la mañana, que de recitar a Gimferrer. Se presentaron en el Teatro Albéniz, en una sola función con el espectáculo Queridos poetas; poetas que han sido amigos suyos.
Dámaso Alonso le afeó los primeros ripios, escuchó a Alberti romper el jergón a los 70 años, acompañó a Angel González hasta Aguilas en una borrachera como la de Noé, imitaba a Pemán, se ponía el vino en la ojera, le gustaba comer pollo con tomate en las ventas de las navajas de las carreteras y gastaba bromas a los sepultureros de piqueta, era amigo de todos los gitanos, tuvo amores con putas y duquesas. Se conmovía tanto con la Internacional como con un fandango. Una vez en Milán rompimos un cabaret.
Su vida es más extensa que su biografía, la más extensa del cine y del teatro español: hizo como nadie El alcalde de Zalamea, el tonto en Los Santos Inocentes, el cani, el tieso, en Juncal. La lista de sus películas es interminable: Viridiana, Nazarín, Pajarico, Goya en Burdeos, Luces de Bohemia, Llanto por un bandido, Simón Bolivar, Hoy como ayer, las Sonatas valleinclanescas... y así hasta 191 cintas.
Delibes lloraba ayer su muerte recordando la magnífica interpretación de Paco en las adaptaciones de sus obras: «Yo le agradeceré siempre el calor que puso en nuestra amistad y en dar vida a personajes salidos de mi pluma como el de Azarías de Los Santos Inocentes y el Señor Cayo de El disputado voto».
Han puesto su nombre a manzanillas a colegios, ha ganado todos los premios. Murciano de Buñuel, rojo de Cifesa, gánster, seductor. Ha trabajado a las órdenes de los directores mitológicos: Antonioni, Buñuel, Almodóvar, Visconti, Saura, Olea, Rocha, Aranda... Tardará mucho en llegar el que llene el vacío que dejan su voz, su risa y su corazón, sus claras hazañas, su talento y su compromiso.
Francisco Rabal, actor, nació en Aguilas (Murcia) el 8 de marzo de 1926 y falleció en Burdeos el 29 de agosto de 2001. Tenía 76 años.
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